Ninguno de los viejos aficionados que atestaban el recinto recordaba a un campeón recibiendo un castigo tan brutal.
El aspirante, un joven salvaje de cuello de toro, mandíbula pétrea y puños de pedernal hacía crepitar la lona con unos movimientos huracanados, rabiosos, jamás contemplados hasta entonces en el universo del boxeo.
En realidad, demostraba ser algo más que un boxeador. Por primera vez desde los tiempos de John L Sullivan, los aficionados intuían encontrarse no solo ante un nuevo campeón, sino frente a la erupción de un ídolo nacional…
Dempsey, Jack Dempey en los carteles de las veladas; William Harrison Dempsey en su partida bautismal, fechada un 24 de junio de 1895 en Manassa, Colorado.
Desde entonces, su vida había sido una furiosa pelea por la existencia. Había recorrido Estados Unidos derribando adversarios. No pocas veces en locales polvorientos, sin apenas un centavo para pagar los gastos de sórdidas y desconchadas posadas.
El hasta entonces campeón, Jess Willard, paseaba su gigantesca corpulencia de un metro noventa y ocho con más de ciento veinte kilos encima… ¡Y hablamos de principios del siglo XX! Tras conquistar el título ante Jack Johnson, había menguado su pasión por el boxeo. Reclinado en sus laureles y en enormes sacos de dólares, después de una defensa no muy brillante frente a Moran, este cow boy gigante dejó pasar algunos años antes de exponer el título ante el vendaval de Manassa.
La batalla se celebró al aire libre, el cuatro de julio de 1919 en Toledo, Ohio. Al poco de sonar la campana, una granizada de golpes cayó sobre el campeón hasta el punto de ser derribado siete veces durante el primer asalto. Reinaba tal explosión de ensordecedores gritos que nadie, salvo el cronometrador Warren Barbour, futuro senador por New Jersey, se percató del sonido de la campana final del round. Mientras, el árbitro desgranaba la cuenta de diez y levantaba el brazo de Jack Dempsey.
Hubo ser Barbour quien condujera de nuevo al ring a un confundido Dempsey que ya se dirigía como campeón al vestuario.
Pero aquello no supuso más que la prolongación de la agonía de Jess Willard y también, justo es destacarlo, una heroica demostración de entereza.
De hecho, el ataque de Dempsey había sido tan intenso que en el tercer asalto presentaba alarmantes signos de fatiga… ¡El martillador de Manassa se había, literalmente, agotado de tanto golpear a su rival!
Entonces, con un coraje fuera de lo común, Willard atacó a Dempsey y aunque cueste creerlo el combate pareció dar un vuelco. Pero cuando el gong resonó, ambos púgiles debieron sentirlo como una música del cielo. El cow boy gigante se derrumbó sobre la silla. Estaba hecho pulpa y ni tan siquiera podía sostener la cabeza. Con una determinación rayana en lo sobrenatural, esperó que el minuto de tregua pudiera devolverle las fuerzas.
Sin embargo, segundos antes del tañido de la campana comprendió que resultaba absurdo.
--Ike, es imposible, no puedo seguir
--Okay, Jess
Y Ike O´Neil, entrenador de Willard, arrojó la toalla en mitad de la lona. Jack Dempsey se proclamaba nuevo campeón del mundo pero, mucho más importante, acababa de nacer una estrella, un luchador como no se había contemplado nunca antes, un mito… pero eso, si me lo permiten, es otra historia de la que hablaremos, y no poco, en otras ocasiones…
Gustavo Vidal .·.
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